Me
preguntas sobre la vida, pequeño David. ¿Qué te puedo decir? ¡Qué sé yo de ella!
La vehemencia de tus palabras y el tambaleo rítmico de tu escritura latina
delatan el estado de angustia que padeces. En tu carta digital casi puedo
percibir el sabor a sal de tus lágrimas y las bocanadas ondeantes de tu
respiración estrangulada.
Mira
hijo, la vida es un misterio inabarcable, recóndito, escondido. Demasiado
invisible para ser descubierto, demasiado hondo para ser exhumado. No hay nadie
que haya logrado descifrar sus secretos. Nadie ha podido comprenderla en su
totalidad. Ella siempre se ríe y confunde al que quiere sorprender su intimidad.
No hay sabio omnipotente, científico admirable ni santo sutil que haya podido
traspasar su misterio insondable. Si te tengo que decir qué es la vida… La vida
es eso: un misterio, como Misterio es el que nos la
regaló.
¿Qué
es la vida?, me preguntas a quemarropa, sin preguntarte siquiera si poseo la
dignidad para recibir este tipo de preguntas. ¿Qué es la vida?, me dices, con la
esperanza de que haya caído por casualidad en mis manos la receta milenaria para
ser feliz. Por desgracia, aún no tengo amigos tan sabios que posean tales
tesoros. Mis amigos apenas saben rezar y esperar.
¿Qué
es la vida?, vuelves a escribir, esperando que te diga cómo superar los
problemas que te aturden. Aquellas pequeñas cosas a las que tú llamas problemas,
porque te asustan y te parecen más grandes que tú. Yo creo que aquellas cosas ni
tan siquiera merecen esa denominación. No te dejes engañar. A ellas les gusta
que las llames ‘problemas’ porque apenas, mi querido David, eres un jovenzuelo
en plena metamorfosis existencial.
Estás
viviendo la mejor etapa de tu vida y no lo sabes aún. No te apures, no. No
tengas prisa en crecer. Tómate tu tiempo, disfruta, vive tu edad. Nada merece el
precio de mutilar la juventud. El precio pagado por ello es demasiado elevado.
No pretendas pagarlo tú. A tu edad, chiquillo, no hay nada que ignores, no hay
nada que no seas capaz de hacer. Como dice mi padre, “no hay nada ni nadie que
merezca la dignidad de hacerte llorar”.
Sigo
leyendo tus palabras y siento una estrepitosa rebelión en mi gabinete neuronal.
Deletreo sorprendido la siguiente frase, que exageras con una enorme tipografía:
“Mi vida no tiene sentido”. Alejo mis ojos del
ordenador…
Los
cierro forzosamente y me pongo a divagar. ¡Ay, pequeño! ¿Qué sabes tú del
sentido? ¿Qué sabe tu rostro imberbe de esas cosas ininteligibles? ¡Qué sabes tú
de la significación real de esas palabras cuando se juntan! ¡No, no las vuelvas
a juntar! Aquellas palabras solo suenan auténticas cuando lo pronuncian los
adultos, aquellos hombres guerreros y sabios, seres lánguidos y marchitos, que
ya han vivido demasiado y saben de batallas y de dolor.
En
mi divagación intento encontrar la respuesta que tanto ansías, y al fin me
rindo: ¡No lo sé! Yo, mejor, cambiaría de actitud, renunciaría al lamento y
apelaría más bien a la interrogación. Yo me preguntaría: ¿Cómo vivir en
plenitud? ¿Cómo hacer de mi vida la mejor historia que se haya contado jamás?
Para
ello no se necesita más que vivir con intensidad, con pasión, con ímpetu, con
alegría; con pausa y con vehemencia, con calma y con frenesí. Hay que disfrutar
cada segundo, cada minuto del día. Se trata de hacer una fiesta con cada
circunstancia que sale a nuestro encuentro, con cada problema que nos aqueja,
con cada golpe que nos hace llorar. También se trata de celebrar con grandeza
cada reto que nos desafía, cada triunfo que nos enorgullece y cada victoria que
nos hace soñar. Ello, te aseguro, nos mantendría aplicados siempre en el día a
día, con el corazón ocupado en amar.
¡La
vida! ¡La vida! La vida, mi apreciado aprendiz, no se define con palabras. A
ella se la va escribiendo con letras dibujadas en el día a día. ¡Es la vida,
hijo! ¡Y es un regalo único de amor! A la vida, mi querido David, simplemente,
hay que vivirla; pero hay que vivirla con optimismo premeditado, con alevosa
pasión, mirando siempre al hermano… Y no lo olvides nunca, poniendo a Dios en el
corazón.